«El
viejo citroen zx verde de Paco, conducido velozmente por su esposa
Pepi, cruzó la Avenida Príncipe de Asturias de La Línea de la
Concepción en dirección al Peñón de Gibraltar como una
exhalación.
Era
de madrugada y apenas había transeúntes por las calles de aquel
noviembre plomizo y húmedo, así que no tuvieron mucha dificultad en
llegar hasta las puertas de Urgencias del viejo Hospital Puerta de
San Pedro en pocos minutos.
Paco
llevaba varios días arrastrando un proceso febril acompañado
de tos y dolor en el pecho que no había remitido con los
antigripales habituales que tenía en el botiquín de su casa; por
otra parte su médico de cabecera se encontraba de baja por
enfermedad, y como Paco no se fiaba lo más mínimo del joven
y barbilampiño sustituto que la Seguridad Social había puesto en
su lugar, no dudó en acercarse al centro sanitario que gozaba de su
completa confianza, uno de los hospitales de la ciudad, para intentar
averiguar el motivo de su dolencia.
Paco
Penas, hombre maduro curtido en la Refinería, se enfrentaba a
su primera crisis de salud importante. Apenas recordaba unas
anginas siendo muy joven y algún resfriado sin importancia, de
esos que se curan espontáneamente con una par de pastillas, y una
taza de leche bien caliente…o con un carajillo a las 7 de la
mañana.
Pero
esto le parecía más serio, de ahí su preocupación y su
determinación en acudir al Hospital a pesar de su profunda fobia a
las batas blancas.
Nada
más llegar a Urgencias, un celador recoge a Paco en la misma puerta
del coche con una silla de ruedas y lo introduce a través de un
estrecho pasillo hasta la sala de espera, donde se hacinan casi un
centenar de personas.
La
sala es un hervidero de males, una amalgama de sentimientos,
miserias, miedos y desesperación por los minutos y horas de espera.
Conforme pasa el tiempo, Paco Penas va sintiendo los
mismos síntomas que el resto de pacientes. Siempre fue algo
hipocondriaco, así que intentó no dar importancia a sus dudas,
respiró hondo y echó hacia atrás la cabeza mientras cerraba los
ojos buscando unos minutos de relajación, si es que aquello era
posible en aquel corral humano.
Al
cabo de un cuarto de hora, aproximadamente, una voz masculina,
profunda y autoritaria resuena en la sala, llamándolo a pasar en el
cuarto de triaje.
—¡¡FRANCISCO
PENAS CRUZ!! ¡¡PASE!!
Paco
se levantó pausadamente, ya que su estado febril no le permitía
muchas alegrías. Su inseparable Pepi, siempre atenta, abre y
cierra la puerta del cuarto de triaje con suma delicadeza.
Paco, se adelanta un poco y haciendo el tímido intento de
estrechar la mano de su interlocutor, dice:
—Buenas
noch…
—¡¡SIENTESE!!
Paco
esconde la mano con cierta vergüenza y obedece sin rechistar al
enfermero que lo atiende, que continua haciendo gala de una
portentosa voz grave que resuena cada vez que articula la más mínima
palabra.
—¿Qué
le pasa?
—Verá
usted. Llevo unos días con malestar general, fiebre muy alta y algo
de dolor en el pecho, así que se lo comenté a mi mujer y decidimos
venir a…
—¡¡¿Ha
ido usted a su médico de cabecera?!! ¡¡¿eh?!!¡¡¿eh?!!
—Pues
mire precisamente…
—¡¡Es
que como usted comprenderá, si aquí empezamos a atender todo lo que
tendría que ser atendido en su Centro de Salud, no hay manera!!
—Ya,
si no le digo que no, yo comprendo lo que usted…
—¡¡No,
no…usted no comprende nada, usted no comprende una
miiiiieeeeerdaa!! ¡¡siempre estamos con lo mismo!! ¿sabe usted
cuánta gente ha pasado por aquí en lo que llevamos de
tarde? ¿eh? ¡¡¿eeeh?!! Pues un güevo de gente…y con usted,
un güevo más uno, ¿me entiende? ¿¿eh??
—Que
sí, que le entiendo perfectamente, señor….pero…
—¡¡PORQUE
EN UN CENTRO DE SALUD TAMBIEN COBRAN!! ¿¿EH?? Y TRABAJAN LA
MITAD QUE YO, ¿¿EH?? Y ASI DA GUSTO TRABAJAR Y PONER LA MANO A
FINAL DE MES, TOCÁNDOSE LAS PELOTAS. PERO EN ESTE PUTO HOSPITAL
NOSOTROS SOMOS UNA MIIIIIIIIEEEEEEERDA. ¿¿EH??.
Paco
siempre fue una persona prudente y educada, así que no se toma
el comentario como algo personal, y piensa bien las palabras antes
de pronunciarlas, mientras el enfermero va tomándole la tensión
arterial y mide la temperatura.
—Y
ahora me dirá usted que esto que le cuento no es problema suyo,
¿¿eh??
—Pues
mire, no lo estaba pensando, pero la verdad es que no es problema
mío.
—¿VE?
¿¿¡¡¡¡VEEEEE!!!??, NO ES PROBLEMA DE NADIE, PERO AL FINAL EL
MARRÓN SE LO COME EL MIIIIIIIIIIIEEEEEERDA ENFERMERO DEL TRIAJE.
Y
MIENTRAS EL DEL CENTRO DE SALUD TOCÁNDOSE LOS COJONES…¡¡POR
FAVOOOR, QUE HAY QUE IR AL CENTRO DE SALUD!! ¿¿EH??
—Ya
lo he hecho, y me han mandado desde allí.
El
enfermero se queda en silencio con cara de «tierra
trágame» y casi sin
mover un músculo sólo acierta a decir:
—Ah…espérese
ahí fuera que lo llamarán de la consulta 3.
La
puerta del cuarto de triaje se cierra a espaldas de Paco, y vuelve a
sumergirse entre la multitud de quejosas personas que aguardan su
turno sentados en los rígidos asientos de plástico.
Poco
después Paco comprueba que la actitud del «enfermero
de triaje» es idéntica
con todo el mundo. Sin duda algo perturba el carácter de este
hombre, que incluso se comporta de igual manera con sus propios
compañeros. Con su templanza habitual, disculpa la actitud del
enfermero pensando que «aquí
tienen mucho trabajo y habrá tenido un mal día. Todos tenemos
derecho a tenerlo».
Al
cabo de una hora y media, a Paco lo recibe un médico de espeso
bigote en la consulta 3, que casi sin apartar la vista de
los documentos que descansan sobre su mesa, comienza a
rellenar papeles antes siquiera de intercambiar las primeras palabras
con nuestro protagonista.
Paco
explica con todo lujo de detalles sus últimas 48 horas, sin dejarse
en el tintero ningún síntoma o reacción extraña que haya
experimentado su recio organismo. Mientras, el doctor escribe, y
escribe, y escribe….
—Hay
que hacerle pruebas —es
lo único que dice el doctor a Paco mirándole a los ojos.
Una
enfermera acude a la llamada del doctor, y tras pedirle el brazo a
Paco, le extrae unos cuantos tubos de sangres; poco después un
celador lo conduce a una sala donde le hacen una radiografía de
tórax.
—¿Y
ahora qué? —pregunta
al celador.
—Tranquilidad
y paciencia. Quédese en la Sala de Espera que ahora le llaman.
Tres
horas más tarde, y tras una nueva consulta con el doctor bigotudo,
se decide su hospitalización en el centro para averiguar el origen
del proceso febril que le afecta.
Era
una mala época para ponerse enfermo. Los rumores de una
epidemia de gripe catastrófica llenaban hojas y hojas de
periódicos de tirada nacional…cualquier caso de afección
respiratoria, era tomada con suma cautela por el estamento
médico. Así que se decidió el ingreso sin pasar por la Sala de
Observación, directamente en Medicina Interna, situada en la tercera
planta del Hospital. Nuestro infeliz paciente se encontraba en medio
de un pasillo, donde había sido conducido de muy mala gana (y
no de muy mejores maneras) por otro celador que tardó más de una
hora en subirlo a la planta desde que Paco sabía de su
“inminente” ingreso.
Paco
Penas ya había escuchado hablar montones de veces del alto nivel de
"prestancia", "diligencia" y "ganas de
trabajo" del colectivo celador del hospital, así que no
le pareció rara la espera. Una vez que llega a la
planta, es invitado a ocupar una de las camas de las tres que
componen su habitación, la 305 teniendo la mala suerte de
corresponderle la de en medio.
Con
mucha discreción, Paco pregunta a la enfermera de
planta:
—Disculpe,
señorita. Me había comentado el doctor que me atendió en
urgencias que podría tener la gripe esa tan famosa que hablan los
telediarios…y me extraña que me pongan en la misma habitación con
dos abuelos…no quiero contagiarles nada, ¿comprende?
—No
se preocupe, Francisco. Hemos hablado con el internista y nos ha
dicho que no cree que sea la gripe. Quédese tranquilo.
Paco
Penas, comprueba minutos más tarde que su ingreso será tan penoso
como larga promete ser la noche: cuando mira a su izquierda descubre
a un anciano completamente desquiciado, dando voces y golpes al aire,
y sin un familiar que lo acompañe y lo calme.
A
su derecha, otro anciano pero en muy mal estado. Tanto que (aunque el
pobre hombre apenas tiene ya fuerzas para siquiera quejarse) se ve
rodeado por media docena de familiares que lo velan en vida. Ante
este panorama, Paco prefiere pasarse las horas pasillo arriba,
pasillo abajo, dándole vueltas a la cabeza sobre «qué
demonios tiene» y lo que
es más importante... «¿tiene
cura?».
La
primera gran decepción de Paco Penas se produce a las 4 horas
de su ingreso, cuando ya de noche, se acerca al mostrador de
enfermería para solicitar «una
pastillita o algo para poder dormir».
En
ese momento alguien le pregunta...
—¿Cuál
es su habitación?
Hasta
ese momento no había reparado en el número de habitación,
lógico.....los nervios del ingreso, las prisas,.....
—Sí,
es la…305 o 315…no estoy seguro.
—No,
aquí no hay 315, debe ser la 305. Supongo que la cama de en medio,
la del ingreso…usted es el 305-2…ahora le llevo algo para dormir.
La
fatídica frase “usted es el 305-2”, sienta como una bofetada a
Paco, que observa cómo su dignidad y su identidad sufren un
importante revés. Ha dejado de ser Paco, para convertirse en el
305-2. Como si fuera un recluso más en una galería cualquiera de
alguna anónima prisión.
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