viernes, 8 de mayo de 2015

"NO HAY ENEMIGO PEQUEÑO" (Relato Corto.-2015)





   
                                               

                          Primer Premio en el II Concurso de Relatos "Marbella Activa" 2015.




                                                         Marbella, febrero de 1882.

La humilde comitiva enlutada de apenas diez personas, cruzaba las puertas del cementerio pasado el mediodía, entre sollozos, maldiciones y quejas al Altísimo por haberse llevado prematuramente al bueno de Alvarito.
Encima del carromato tirado cansinamente por un pardo mulo viejo, el pequeño cajón cuadrado de madera guardaba en su interior el inerte cuerpecito de aquel niño de cuatro años que no había podido soportar por más tiempo el castigo de la hambruna, y sin previo aviso abandonó el mundo, quien sabe si en busca de sus dos hermanos menores, Javier y Remedios, que lo hicieran meses atrás en idénticas circunstancias.
Justo atrás del carromato, Virtudes, hecha un mar inconsolable de lágrimas, clamaba al cielo con ira por haberse llevado al tercero de sus hijos en menos de un año. Al lado, su marido Cosme no pronunciaba palabra. Tan solo sus ojos enrojecidos y las mejillas irritadas por el continuo trasiego de lágrimas hasta su mentón, podían dar testimonio de un alma rota, de un corazón muerto por la desesperanza y la congoja.
El resto de acompañantes, eran familia cercana y vecinos que parecían preguntarse, entre miradas esquivas, a quién de entre los presentes tocaría acompañar pronto al camposanto, pues las enfermedades y la desnutrición comenzaban a mellar la salud de todos sin discriminar edades.
Mientras el cajón era introducido lentamente con cordajes en un amplio agujero en la tierra del camposanto, con el monocorde sonido de fondo de una plegaria en latín pronunciada por el sacerdote, Virtudes tomó la mano de su marido, y al momento la notó áspera de tierra; luego la alzó hasta sus labios tratando de consolarlo con un beso. Fue en ese instante cuando percibió el olor a quemado en el puño de su camisa, y contempló los dedos y las uñas tiznadas por el humo de algún fuego.
Temerosa preguntó en un susurro a su marido en qué se había metido, y él contestó con un mohín de amargura en el rostro:
—He dado muerte a sus asesinos.
Virtudes sintió temblar sus piernas y a punto estuvo de desfallecer por la impresión que le produjeron aquellas palabras. Apretó la mano de su marido en la suya, y de nuevo a su oído, exclamó:
—¿Te has vuelto loco, Cosme? ¿Qué has hecho?
—Anoche cogí la maza y me la eché al hombro. He acabado con todos ellos a golpe y fuego.
—Sabes que vendrán a buscarte… ya solo nos tenemos el uno al otro. ¿Y si te llevan a prisión? ¿Y si te dan garrote? ¿Qué haré sola después de todo lo que hemos pasado?
—La muerte de Alvarito, Remedios y Javier debía ser vengada y yo lo he hecho con mis propias manos. Ahora que venga el castigo y si no es así, que sea el propio Dios quien haga justicia cuando en su presencia me vea.
Apenas habían recibido el pésame del sacerdote e iniciaban el penoso regreso a casa, cuando cuatro hombres a caballo interrumpieron el paso de la comitiva. Tres guardias civiles, y al frente de ellos, un caballero de canosa barba, vestido con elegante traje negro. Se descubrió la cabeza en señal de respeto, y a viva voz espetó.
—Cosme… muchos años llevas trabajando en varias de mis fincas, y sabe Dios lo mucho que lamento que hayas tenido que pisar este cementerio para enterrar a tus hijos en solo un año. Pero anoche te vieron huir del fuego… ¿tienes algo que decir?
Cosme miró con fiereza fijamente a los ojos negros del caballero y, apretando los dientes, dio un paso al frente respondiendo:
—Que fueron mis manos las que prendieron la hoguera. Que yo mismo me encargué de arrasarlo todo y si naciera cien veces, cien veces lo haría de nuevo.
—Lo comprendo. Y yo en tu lugar quizás hubiera hecho lo mismo… pero debes entender que hay maneras de hacer justicia, y la tuya debe ser castigada por la Ley. ¡Guardias! ¡Aquí tienen al culpable confeso! ¡Préndanlo!
Cosme no puso impedimento en que los Guardias ataran sus manos a la espalda, todo lo contrario que su esposa, quien forcejeó con ellos zarandeando mangas, arañando piel y gritando clemencia para su marido… agarrándose a él como si fuese el último pedazo de vida que la vinculaba a este mundo.
Pero a pesar de sus súplicas y sus esfuerzos, Cosme le fue arrebatado para introducirlo con grilletes en un penal, donde pagaría largos años por su crimen.


                                                 EPÍLOGO

La noche anterior, ya de madrugada,  bajo un cielo estrellado y con los lejanos ladridos de algún perro callejero como únicos testigos, Cosme tomó su enorme maza de entre las herramientas de trabajo que se guardaban en la finca donde trabajaba desde hacía muchos años, la última que había quedado sana en muchos kilómetros a la redonda, y sin dudarlo un instante se colocó entre las cepas de vid para hacer una hoguera.
Ahogaba su pena besando la boquilla de una botella de vino… del mismo que se elaboraba con la uva de aquellas cepas a las que estaba a punto de destruir.
Tomó una madera prendida, y una a una fue acercando la llama a cada cepa de vid, hasta ver cómo el fuego se extendía y cubría cada una de ellas.
Luego, cuando comprobó que todo el terreno se había convertido en una aterradora suerte de llamas perfectamente alineadas, subió hasta la bomba de riego, y con la maza partió portezuelas, canales y acequias, dejando que el agua inundara con furia la finca hasta convertirla en un pantanal.
Poco después, el fuego apagado enviaba al cielo cientos de columnas de humo, y sobre el agua flotaban millares de diminutos insectos, unos amarillos y otros broncíneos, que habían sido los culpables de infestar todas las cepas de esa y todas las fincas de la provincia de Málaga, llevando a sus trabajadores a la ruina, al desamparo y a la hambruna.
La filoxera había consumido el único sustento de aquellos agricultores, y al cabo de unos años, los expuso, por la falta de dinero y alimentos, a variadas enfermedades provocadas por la desnutrición y a la inanición. La misma que se había llevado la vida de sus hijos Alvarito, Remedios y Javier.
Aquel diminuto insecto, aquel engendro del demonio que a simple vista podía ser aplastado entre dos dedos, fue capaz de arrebatarle su más preciado tesoro y puso  en jaque la vida de numerosos vecinos de la comarca.

Cosme, se había cobrado cumplida venganza, y entre sollozos recordaba las sabias palabras de su difunto padre cuando le advertía de los viles derrotes de la vida  recomendándole cautela, «pues no existe en el mundo… enemigo pequeño».



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