Primer Premio en el II Concurso de Relatos "Marbella Activa" 2015.
Marbella, febrero de 1882.
La
humilde comitiva enlutada de apenas diez personas, cruzaba las puertas del
cementerio pasado el mediodía, entre sollozos, maldiciones y quejas al Altísimo
por haberse llevado prematuramente al bueno de Alvarito.
Encima
del carromato tirado cansinamente por un pardo mulo viejo, el pequeño cajón
cuadrado de madera guardaba en su interior el inerte cuerpecito de aquel niño
de cuatro años que no había podido soportar por más tiempo el castigo de la
hambruna, y sin previo aviso abandonó el mundo, quien sabe si en busca de sus
dos hermanos menores, Javier y Remedios, que lo hicieran meses atrás en
idénticas circunstancias.
Justo
atrás del carromato, Virtudes, hecha un mar inconsolable de lágrimas, clamaba
al cielo con ira por haberse llevado al tercero de sus hijos en menos de un
año. Al lado, su marido Cosme no pronunciaba palabra. Tan solo sus ojos
enrojecidos y las mejillas irritadas por el continuo trasiego de lágrimas hasta
su mentón, podían dar testimonio de un alma rota, de un corazón muerto por la
desesperanza y la congoja.
El
resto de acompañantes, eran familia cercana y vecinos que parecían preguntarse,
entre miradas esquivas, a quién de entre los presentes tocaría acompañar pronto
al camposanto, pues las enfermedades y la desnutrición comenzaban a mellar la
salud de todos sin discriminar edades.
Mientras
el cajón era introducido lentamente con cordajes en un amplio agujero en la
tierra del camposanto, con el monocorde sonido de fondo de una plegaria en
latín pronunciada por el sacerdote, Virtudes tomó la mano de su marido, y al
momento la notó áspera de tierra; luego la alzó hasta sus labios tratando de
consolarlo con un beso. Fue en ese instante cuando percibió el olor a quemado
en el puño de su camisa, y contempló los dedos y las uñas tiznadas por el humo
de algún fuego.
Temerosa
preguntó en un susurro a su marido en qué se había metido, y él contestó con un
mohín de amargura en el rostro:
—He
dado muerte a sus asesinos.
Virtudes
sintió temblar sus piernas y a punto estuvo de desfallecer por la impresión que
le produjeron aquellas palabras. Apretó la mano de su marido en la suya, y de
nuevo a su oído, exclamó:
—¿Te
has vuelto loco, Cosme? ¿Qué has hecho?
—Anoche
cogí la maza y me la eché al hombro. He acabado con todos ellos a golpe y
fuego.
—Sabes
que vendrán a buscarte… ya solo nos tenemos el uno al otro. ¿Y si te llevan a
prisión? ¿Y si te dan garrote? ¿Qué haré sola después de todo lo que hemos
pasado?
—La
muerte de Alvarito, Remedios y Javier debía ser vengada y yo lo he hecho con
mis propias manos. Ahora que venga el castigo y si no es así, que sea el propio
Dios quien haga justicia cuando en su presencia me vea.
Apenas
habían recibido el pésame del sacerdote e iniciaban el penoso regreso a casa,
cuando cuatro hombres a caballo interrumpieron el paso de la comitiva. Tres
guardias civiles, y al frente de ellos, un caballero de canosa barba, vestido
con elegante traje negro. Se descubrió la cabeza en señal de respeto, y a viva
voz espetó.
—Cosme…
muchos años llevas trabajando en varias de mis fincas, y sabe Dios lo mucho que
lamento que hayas tenido que pisar este cementerio para enterrar a tus hijos en
solo un año. Pero anoche te vieron huir del fuego… ¿tienes algo que decir?
Cosme
miró con fiereza fijamente a los ojos negros del caballero y, apretando los
dientes, dio un paso al frente respondiendo:
—Que
fueron mis manos las que prendieron la hoguera. Que yo mismo me encargué de
arrasarlo todo y si naciera cien veces, cien veces lo haría de nuevo.
—Lo
comprendo. Y yo en tu lugar quizás hubiera hecho lo mismo… pero debes entender
que hay maneras de hacer justicia, y la tuya debe ser castigada por la Ley.
¡Guardias! ¡Aquí tienen al culpable confeso! ¡Préndanlo!
Cosme
no puso impedimento en que los Guardias ataran sus manos a la espalda, todo lo
contrario que su esposa, quien forcejeó con ellos zarandeando mangas, arañando
piel y gritando clemencia para su marido… agarrándose a él como si fuese el
último pedazo de vida que la vinculaba a este mundo.
Pero
a pesar de sus súplicas y sus esfuerzos, Cosme le fue arrebatado para
introducirlo con grilletes en un penal, donde pagaría largos años por su
crimen.
EPÍLOGO
La
noche anterior, ya de madrugada, bajo un
cielo estrellado y con los lejanos ladridos de algún perro callejero como
únicos testigos, Cosme tomó su enorme maza de entre las herramientas de trabajo
que se guardaban en la finca donde trabajaba desde hacía muchos años, la última
que había quedado sana en muchos kilómetros a la redonda, y sin dudarlo un
instante se colocó entre las cepas de vid para hacer una hoguera.
Ahogaba
su pena besando la boquilla de una botella de vino… del mismo que se elaboraba
con la uva de aquellas cepas a las que estaba a punto de destruir.
Tomó
una madera prendida, y una a una fue acercando la llama a cada cepa de vid,
hasta ver cómo el fuego se extendía y cubría cada una de ellas.
Luego,
cuando comprobó que todo el terreno se había convertido en una aterradora
suerte de llamas perfectamente alineadas, subió hasta la bomba de riego, y con
la maza partió portezuelas, canales y acequias, dejando que el agua inundara
con furia la finca hasta convertirla en un pantanal.
Poco
después, el fuego apagado enviaba al cielo cientos de columnas de humo, y sobre
el agua flotaban millares de diminutos insectos, unos amarillos y otros
broncíneos, que habían sido los culpables de infestar todas las cepas de esa y
todas las fincas de la provincia de Málaga, llevando a sus trabajadores a la
ruina, al desamparo y a la hambruna.
La
filoxera había consumido el único sustento de aquellos agricultores, y al cabo
de unos años, los expuso, por la falta de dinero y alimentos, a variadas
enfermedades provocadas por la desnutrición y a la inanición. La misma que se
había llevado la vida de sus hijos Alvarito, Remedios y Javier.
Aquel
diminuto insecto, aquel engendro del demonio que a simple vista podía ser
aplastado entre dos dedos, fue capaz de arrebatarle su más preciado tesoro y
puso en jaque la vida de numerosos
vecinos de la comarca.
Cosme,
se había cobrado cumplida venganza, y entre sollozos recordaba las sabias
palabras de su difunto padre cuando le advertía de los viles derrotes de la
vida recomendándole cautela, «pues no
existe en el mundo… enemigo pequeño».
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